El funeral de Benito Juárez.
La muerte del C. Benito Juárez, Presidente Constitucional de la
República, ha sido un suceso de primera magnitud y cuyo eco se está
repercutiendo en estos momentos hasta en los más remotos confines del
país.
También en el extranjero el anuncio de esa muerte producirá una gran
sensación, porque hasta ahora ninguno de nuestros hombres de Estado que
han figurado en primera línea, había logrado como Juárez unir su nombre
tan indisolublemente a los fastos de nuestra historia.
Prescindiendo de toda consideración política, porque no seremos
nosotros los que combatamos a un cadáver después de la inflexible
oposición que le hicimos al funcionario sentado en el pináculo del
poder, el fallecimiento del Sr. Juárez ha sido un grande y solemne
acontecimiento.
La segura niveladora de la muerte abatió una existencia que
personificara en un tiempo la gloriosa revolución reformista, y, en días
no muy lejanos, la sagrada causa de la independencia.
Tan caros han sido esos recuerdos, tan grande es el sentimiento de la
dignidad nacional que se abriga en el corazón de todos los mexicanos
que hemos visto enmudecer las pasiones en presencia de ese cadáver.
Todos los partidos han comprendido que honrar la memoria del
distinguido ciudadano que acaba de morir, era un homenaje justo y
merecido, y todos ellos han contribuido a tributarlo, con una pompa
verdaderamente digna de la República.
Ayer, según lo dispuesto por la nueva administración, han tenido
lugar los funerales del Sr. Juárez. Inmensa multitud circulaba desde muy
temprano en toda la carrera que debía seguir el fúnebre cortejo.
Las calles de Plateros, San Francisco, Santa Isabel y avenida de los Hombres Ilustres, presentaban un imponente golpe de vista.
Todas las casas de las calles del tránsito ostentaban cortinas con lazos de crespón y coronas de siemprevivas.
Las banquetas, los balcones y las azoteas en todo ese largo trayecto estaban ocupados por millares de espectadores.
A las nueve y media de la mañana comenzó a organizarse el
acompañamiento en el palacio nacional y a las diez y cuarto la cabeza de
la procesión fúnebre llegaba a la esquina de la calle de Santa Isabel.
Conforme a lo dispuesto por el bando del gobierno del distrito, abría
la marcha una escuadra de batidores; seguían inmediatamente los niños
de las escuelas municipales, los de las lancasterianas y los alumnos de
las escuelas nacionales; precedidos de una gran bandera blanca en que se
leían las siguientes palabras: gran círculo de obreros; marchaban cerca
de trescientos ciudadanos, representantes de los artesanos de la
capital.
Seguían después los alumnos y profesores de la escuela de
jurisprudencia, los jueces, los empleados y jefes de oficinas, mezclados
con los innumerables invitados, entre los que notamos muchos
extranjeros, los jefes del ejército, los generales residentes en la
capital y personal del gobierno del distrito y los miembros del
ayuntamiento.
Inmediatamente después de la corporación municipal, venía el carro
fúnebre tirado por seis hermosos caballos, conducidos por cuatro lacayos
a pie y descubiertos.
Llevaban los cuatro cordones del féretro, el tesorero general de la
nación, Sr. (Manuel P.) Izaguirre; el director de la escuela de
jurisprudencia, Sr. (Luis) Velázquez; el Gral. de división, don
Alejandro García; y el Sr. (Alfredo) Chavero, miembro del ayuntamiento
de México.
A los lados del carro marchaba la guardia de honor del finado
ciudadano presidente, llevando la bandera recogida con lazos de crespón.
Detrás, seguía el gobernador de palacio, Gral. Zérega, rodeado de los ayudantes del presidente.
Después del carro fúnebre marchaba el coche enlutado de la
presidencia y que era el usado por el Sr. Juárez en las grandes
funciones oficiales.
Venían luego los miembros de la diputación permanente y todos los
demás diputados al Congreso de la unión, residentes en México; una
comisión de la Suprema Corte de Justicia; otra del Tribunal Superior; y
otra, muy numerosa, en representación del colegio de abogados.
Seguían después los secretarios del despacho y oficiales mayores de
los ministerios acompañados de los miembros del cuerpo diplomático.
El ministro de Fomento iba al lado del representante del imperio
alemán, conde Erzenberg, que llevaba el uniforme de coronel de
caballería Bávara; el secretario de la Guerra marchaba acompañado del
plenipotenciario de España, Sr. Herreros de Tejada, que vestía riguroso
uniforme, así como los demás miembros de su legación; el Sr. Nelson,
ministro de los Estados Unidos de América y decano del cuerpo
diplomático llevaba a los lados a los secretarios de Relaciones y
Hacienda.
El Sr. Lerdo de Tejada, presidente interino de la República, venía al
fin de este inmenso cortejo, acompañado de los Sres. Maza y Dublán,
dolientes, que representaban a la familia del finado ciudadano
presidente.
Después del encargado del Poder Ejecutivo marchaba la columna de
tropas en el orden siguiente: colegio militar, una batería de campaña de
la primera brigada de artilleros, el primer batallón permanente, el 1o.
del distrito y dos cuerpos de caballería.
Cerraba la marcha una prolongada hilera de sesenta carruajes que
ocupaban la longitud de cuatro calles. Este extenso cortejo ocupaba casi
todo el trayecto comprendido entre el panteón de San Fernando y la
plaza de la constitución.
Llegaban los batidores al primer punto cuando la fila de carruajes se
movía lentamente por las calles de Plateros y San Francisco, habiendo
tardado cerca de dos horas en desfilar la procesión fúnebre.
En el ángulo que forman la iglesia y la fachada del panteón de San
Fernando se elevaba un elegante catafalco, a donde descansó el féretro
antes de ser conducido al sepulcro de la familia Juárez.
Al lado del catafalco se colocó la tribuna, que fue ocupada
primeramente por el Sr. licenciado don José M. Iglesias, orador oficial
nombrado por el gobierno.
Acto continuo subió a ella el Sr. diputado Silva, en nombre de la diputación permanente.
Después, y por el orden que enseguida señalamos, hicieron uso de la
palabra los Sres. don Alfredo Chavero, en representación del
ayuntamiento; don Francisco T. Gordillo, a nombre de los masones
mexicanos; don José María Vigil, por la prensa asociada; don José María
Baranda, por la sociedad filarmónica; don Roque Jacinto Morón, por la
sociedad médica "Pedro Escobedo"; don Victoriano Mereles, por el gran
círculo de obreros; don José Rosas Moreno, que dijo una magnífica
composición poética; don Gumersindo Mendoza, en representación de la
sociedad de Geografía y Estadística, y los niños Antonio Álvarez y
Salvador Martínez Zurita, alumnos del Teopan de Santiago.
Concluidos los discursos, se verificó la inhumación en el sepulcro de
familia del Sr. Juárez, presidiendo el acto el señor presidente
interino.
Al depositarse el cadáver, se inclinó sobre él la bandera nacional y
se dispararon veintiún cañonazos como solemne y postrera despedida.
El acto concluyó a las dos menos cuarto de la tarde.
Julio Zárate, 20 de julio de 1872.
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EL C. LICENCIADO BENITO JUÁREZ,
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA.
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA.
Anoche a las once y media falleció el primer magistrado de la
República, a consecuencia de un tercer ataque de la enfermedad que venía
padeciendo hace algunos años.
La elevada posición que en la jerarquía política ocupaba el C.
Juárez, explica por sí sola la profunda sensación que semejante noticia
ha causado en la capital, lo mismo que la causará hasta los últimos
confines del país.
El ciudadano cuyo nombre, hace veinticuatro horas apenas, significaba
nada menos que un partido político, rudamente combatido por poderosos
adversarios, hoy no es más que un yerto cadáver, ante el cual surgen los
más graves pensamientos sobre lo fugitivo de la vida humana, sobre la
inestabilidad de sus grandezas, y sobre el misterioso destino de algunos
hombres.
Ante esa tumba que se acaba de abrir, todas las pasiones enmudecen.
La personalidad política del C. Juárez pertenece de hoy más a la
historia, cuyo buril inflexible y severo le asignará el lugar quede
derecho le corresponde, siendo incuestionable que su recuerdo vivirá
siempre en México por hallarse ligado con dos de las épocas más
importantes de nuestra vida pública.
Nosotros, que combatimos legalmente el último período de su
administración, por los errores que, en nuestro concepto se cometieron,
jamás desconocimos los grandes servicios que el C. Juárez prestó a la
causa de la democracia y de la independencia, viendo siempre en él uno
de esos caracteres privilegiados de un temple enérgico para luchar y
sobreponerse a las situaciones más difíciles.
Por lo demás, la muerte del C. Juárez, en las circunstancias que
atraviesa la República, tiene que ser un suceso de las mayores
trascendencias. Se ve desde luego la gran superioridad de las
instituciones que nos rigen.
Ninguna duda, ninguna vacilación sobre el funcionario que hubiera de
ocupar la primera magistratura de la nación; la ley ha previsto el caso,
y el Presidente de la Suprema Corte de Justicia ha pasado a ocupar el
puesto a que es llamado por la constitución de la República.
Sin adelantarnos a los acontecimientos, creemos poder decir que la
crisis actual llegará a desenlazarse de una manera natural y pacífica.
Ya la revolución no tiene razón de ser; todo pretexto ha desaparecido,
pudiendo los diversos partidos políticos luchar en el terreno legal que
se les abre.
¡Ojalá que la experiencia tan duramente adquirida en estos últimos
años sea provechosa para el porvenir, redundando en bien del pueblo y de
las sabias instituciones que nos rigen!
Hoy nos apresuramos a cerrar estas cortas líneas manifestando nuestro
sincero sentimiento a la digna familia del C. Juárez, y haciendo votos
por el eterno descanso del distinguido caudillo de la reforma.
José María Vigil Jesús Castañeda
Julio Zárate Agustín R. González
Emilio Velasco Pedro Landázuri
"Editorial" El Siglo XIX, 19 de julio de 1872.
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