Las primeras palabras del primer emperador mexicano.

Séame permitido, dignos é ilustres Representantes, Pueblo amado: séame permitido empezar protestándoos por el Dios de la verdad, por el honor de que blasono, por vosotros, que son para mí los juramentos más sagrados, que cuanto articularán mis labios en este momento son los sentimientos del corazón, la efusión más pura de mi alma franca y sensible.
Cuando pronuncié en Iguala la Independencia del Imperio, cuando resonó en todos los confines de Anáhuac la encantadora voz de libertad, además de proponerme romper las cadenas con que un Mundo sujetó á otro Mundo, sin otra razón que la violencia y el terror, autorizada en los tiempos sombríos de la ignorancia, tuve por principal objeto salvar á la Patria de una horrorosa anarquía, en cuyos bordes ya balanceaba.
Yo la ví próxima á recibir por la divergencia de opiniones el impulso que iba á precipitarla sin remedio: con voz tan sentida como majestuosa reclamaba auxilios de sus hijos: corrí á extenderle una mano protectora.
Nada es más natural en ocurrencias extraordinarias, prontas y difíciles, que olvidarlo todo sin pensar más que en evitar el daño: á mí, sin embargo, quiso la Providencia darme serenidad bastante para no ser sorprendido por el peligro: creo que poco olvidé de lo que convenía tener presente: el éxito es el garante de mi aserción; pero sobre todo cuidé de respetar la voluntad de los pueblos acallados entonces, sofocada, diré mejor enmudecida, pues tres siglos de silencio ominoso, la habían privado hasta de la facultad de expresarse: el estado era violento, y una vez conseguido reanimar este cuerpo casi exánime y robustecerle, tiempo vendría en que por su naturaleza misma recobrase sus derechos y los pusiese en ejercicio; es el principal la elección de un hombre que puesto á su cabeza le dirigiese, le amase, le defendiese; éste es el Príncipe, éstas sus virtudes.
Era preciso reunir la opinión á un centro, era preciso dejar á salvo la voluntad general cuando pudiese libremente pronunciarse; espinosa y difícil empresa conciliar en aquel tiempo extremos tan opuestos.
Llamé, no ví otro medio, á reinar en México á la dinastía de la segunda rama de Hugo Capeto, con tal de que su advenimiento al trono fuese precedido de la Constitución de la Monarquía; así, los Padres de la Patria remediarían los inconvenientes que trae consigo poner el Cetro en manos acostumbradas á manejarlo á su placer sin más ley que su antojo, y la corona en quien tal vez no profesa á los americanos todo el amor que un Príncipe debe á sus pueblos: si la Constitución no evitaba estos males, me quedaba al menos el consuelo, aunque triste, de que no era obra mía.
El llamamiento, pues, de los Borbones conciliaba la opinión sin constreñir la voluntad de los pueblos.
A falta de aquéllos quedaban éstos autorizados para invitar á otro Príncipe de casa reinante; el objeto que me propuse fué alejar de mí toda sospecha relativa á sentimientos de ambición que nunca tuve.
Trabajé, pues, en todos sentidos y con previsión para levantar á la Patria del abatimiento en que yacía y para arrancarla del punto del peligro: el orden de los sucesos la fué atrayendo después á otro abismo no menos fatal que el en que se viera cuando resucitó en Iguala, y estos mismos sucesos exigían de mí nuevos esfuerzos, nuevos sacrificios: acaba de exigirme el mayor; yo cedo á la necesidad y miro mi destino como su bien, porque él lo proporciona á mis conciudadanos; como una desgracia, porque me arrebata de mi centro colocándome en un estado fuera de mi naturaleza.
Si, Pueblos: he admitido la Suprema Dignidad á que me eleváis, después de haberla rehusado por tres veces, porque creo seros así más útil; de otro modo preferiría morir á ocupar el Trono.
¿Qué alicientes tiene éste para un hombre que ve las cosas á su verdadera luz?
La experiencia me enseñó que no bastan á dulcificar las amarguras del mando las pocas y efímeras satisfacciones que produce: de una vez, Mexicanos, la dignidad Imperial no significa para mí más que estar ligado con cadenas de oro, abrumado de obligaciones inmensas: eso que llaman brillo, engrandecimiento y majestad, son juguetes de la vanidad.
Acabo de jurar sobre los Santos Evangelios lo que ya había jurado antes de ahora en mi corazón, con propósito de no ser perjuro aunque cayesen sobre mi cabeza más males que encerró la fatal caja. ¡Con cuánta satisfacción, pues, no habré renovado mis juramentos!
¡Generales, Jefes, Oficiales y Tropa del Ejército Trigarante: vosotros fuisteis testigos de mis votos; ellos os dieron el nombre honroso que habéis sabido conservar! Nuestra divisa fué siempre la Religión Sagrada, la Santa Independencia, la Unión que es la perfección de la moral, la justicia que sirve de escudo á los derechos que dió naturaleza al hombre y que perfeccionó la sociedad.
Pueblos: he jurado por convencimiento, por obediencia, por daros ejemplo y por dejar establecido para mis sucesores un acto de reconocimiento á la Soberanía de la Nación, de adhesión á ella, de subordinación á las leyes, de respeto á sus Representantes y de adoración al Autor y Supremo Legislador de las sociedades.
El peso que habéis puesto sobre mis hombros no puede soportarlo un hombre solo, sean cuales fueren sus fuerzas, menos yo que las tengo muy débiles; pero cuento con las luces de los sabios, con los deseos de los buenos, con la docilidad del Pueblo, con la fortuna de los opulentos, con los robustos brazos del Ejército Libertador, y con las preces de los Ministros del Santuario. Padres de la Patria: la Constitución y las Leyes son los fundamentos de la sociedad; una y otras son obras de vuestra sabiduría; también lo es ayudarme á conducir á nuestros súbditos á la felicidad; ellos os harían el más grave cargo si me abandonaseis.
¡Y qué podré decir de mi agradecimiento á una Nación tan generosa! Las pasiones no tienen idioma conocido: mi corazón late … la ternura no me permite articular…
¡Ojalá sea tal mi conducta que el Pueblo que me ha elegido y el Congreso que ha confirmado sus sufragios se den por satisfechos; yo, sin embargo, jamás podré creer que mi gratitud corresponda á mis deseos!
Quiero, Mexicanos, que si no hago la felicidad del Septentrión, si olvido algún día mis deberes, cese mi Imperio; observad mi conducta, seguros de que si no soy para ella digno de vosotros, hasta la existencia me será odiosa. ¡Gran Dios! no suceda que yo olvide jama que el Príncipe es para el Pueblo y no el Pueblo para el Príncipe. 
Agustín de Iturbide, al jurar como Emperador el 21 de Mayo de 1822.

Comentarios

  1. Muy buen dato, no tenía noción de este documento. Lamentablemente ha sido olvidado este efímero periodo de la historia nacional y espero que en el 2021 la obra de Timothy Anna no siga siendo la única al respecto. Este hombre y el primer Imperio merecen mayores estudios y no sólo con un enfoque centralista, los archivos locales ofrecen muy buena información al respecto.
    Abisai Pérez, Colegio de Historia, BUAP

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