Alfonso Reyes: el mexicano ante la esfinge.

En 1959 falleció el mayor intelectual mexicano de la primera mitad del siglo XX: Alfonso Reyes. Sólido ensayista, elegante poeta, gran diplomático y fundador de El Colegio de México, Reyes tuvo una vida difícil, pero que al final logró su recompensa. Nació en 1889 en Monterrey, hijo del general Bernardo Reyes, gobernador de Nuevo León y Secretario de Guerra con Porfirio Díaz. La juventud de Reyes quedó marcada por dos acontecimientos: su pertenencia al Ateneo, ese grupo de jóvenes que se propuso revolucionar la cultura mexicana; y el cuartelazo de 1913 contra el presidente Madero en que participo-y fue muerto- su padre.
Entre 1913 y 1938, Alfonso Reyes tuvo que vivir fuera de México. Francia, España, Argentina y Brasil fueron sus hogares. Al principio vivió de pequeños trabajos en el mundo intelectual español -quien llegó a apreciarlo profundamente- y después como miembro del Servicio Exterior Mexicano. Reyes intentó difundir la cultura mexicana y que ésta sirviera como carta de presentación de nuestro país durante todos los años que trabajó como embajador.
En 1939, junto a Daniel Cosío Villegas y con el apoyo del presidente Lázaro Cárdenas, Reyes pudo traer a México a un importante grupo de intelectuales españoles quienes necesitaban refugio luego del derrumbe de la República Española. La Casa de España (que luego se convirtió en El Colegio de México) es uno de esos episodios de nuestra historia que nos enorgullece, y para Reyes fue la oportunidad de saldar una vieja cuenta con esos españoles que le echaron la mano cuando llegó pobre a España en 1914.
Los últimos 20 años de su vida, Reyes los dedicó a El Colegio de México y a su obra. Cuando falleció en 1959, uno de sus amigos, Jorge Luis Borges, le escribió el siguiente poema:

El vago azar o las precisas leyes
que rigen este sueño, el universo,
me permitieron compartir un terso
trecho del curso con Alfonso Reyes.

Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno.

Si la memoria le clavó su flecha
alguna vez, labró con el violento
metal del arma el numerosos y lento
alejandrino o la afligida endecha.

En los trabajos lo asistió la humana
esperanza y fue lumbre de su vida
dar con el verso que ya no se olvida
y renovar la prosa castellana.

Más allá del Myo Cid de paso tardo
y de la grey que aspira a ser oscura,
rastreaba la fugaz literatura
hasta los arrabales del lunfardo.

En los cinco jardines del Marino
se demoró, pero algo en él había
inmortal y esencial que prefería
el arduo estudio y el deber divino.

Prefirió, mejor dicho, los jardines
de la meditación, donde Porfirio
erigió ante las sombras y el delirio
el árbol del Principio y de los Fines.

Reyes, la indescifrable providencia
que administra lo pródigo y lo parco
nos dio a los unos el sector o el arco,
pero a ti la total circunferencia.

Lo dichoso buscabas o lo triste
que ocultan frontispicios y renombres;
como el dios del Erígena, quisiste
ser nadie para ser todos los hombres.

Vastos y delicados esplendores
logró tu estilo, esa precisa rosa,
y a las guerras de Dios tornó gozosa
la sangre militar de tus mayores.

¿Dónde estará (pregunto) el mexicano?
¿Contemplará con el horror de Edipo
ante la extraña Esfinge, el Arquetipo
inmóvil de la Cara o de la Mano?

¿O errará, como Swedenborg quería,
por un orbe más vívido y complejo
que el terrenal, que es apenas un reflejo
de aquella alta y celeste algarabía?

Si (como los imperios de la laca
y del ébano enseñan) la memoria
labra su íntimo Edén, ya hay en la gloria
otro México y otro Cuernavaca.

Sabe Dios los colores que la suerte
propone al hombre más allá del día;
yo ando por estas calles. Todavía
muy poco se me alcanza de la muerte.

Sólo una cosa sé. Que Alfonso Reyes
(dondequiera que el mar lo haya arrojado)
se aplicará dichoso y desvelado
al otro enigma y a las otras leyes.

Al impar tributemos, al diverso
las palmas y el clamor de la victoria;
no profane mi lágrima este verso
que nuestro amor inscribe a su memoria.


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