Los expresidentes de México en el momento de su muerte.
Todo Estado necesita para sobrevivir de una historia en común y de una serie de símbolos y rituales que le den sentido a su existencia; que le permitan imaginarse al mismo tiempo el pasado que tuvo y el futuro que quiere construirse. Dentro de esos rituales uno de los más importantes consiste en rendir honores a sus antiguos gobernantes al momento en que éstos fallecen. Estos funerales de Estado sirven entre otras cosas para reconocer el legado que deja tras de sí el exgobernante fallecido y para que los países recuerden su historia y vuelvan a plantearse el futuro que quieren tener.
En el caso mexicano, la historia de los funerales de sus expresidentes es una buena herramienta para comprender cómo ha cambiado nuestra visión hacia el poder. Los expresidentes han pasado de ser figuras reverenciales a convertirse en sujetos de burla y hasta de muy serios cuestionamientos por las decisiones que tomaron cuando gobernaban al país. En este momento de nuestra historia no tenemos una buena opinión sobre nuestros expresidentes. En las últimas décadas los escándalos por corrupción han debilitado a la institución presidencial en México.
Además de ser una oportunidad para reflexionar sobre el pasado y el futuro y también para que el Estado consolide su continuidad histórica (porque todos los gobiernos necesitan también de la antigüedad para legitimarse), el funeral de un expresidente puede servir para otros fines. Estas ceremonias ayudan a que los grupos políticos se reconcilien entre ellos; también para que la nación reconozca a los gobernantes que en vida no gozaron del respaldo que alguna vez merecían, para consagrarlos como nuevos héroes de la patria y hasta para simplemente recordar a los que hacía mucho tiempo estaban en el olvido. Cada funeral de un expresidente está marcado tanto por lo que esa persona hizo cuando tenía el poder, como por las circunstancias que enfrenta el gobierno al que le toca hacerle las exequias. Por estas razones no sería raro que en el futuro los expresidentes que hoy están vivos tengan un funeral de Estado.
¿Cómo han sido estas ceremonias en México en los siglos XX y XXI? Los funerales de Estado siempre han estado influidos por el ceremonial militar. El ejército mexicano es el guardián de los símbolos patrios y de los rituales que el Estado ha creado para homenajearlos. En todas las ceremonias más importantes (la protesta de un nuevo presidente, los informes de gobierno y la fiesta del inicio de la Independencia nacional) el ejército está presente para rendirle honores al jefe de Estado. En 1945 al momento de morir el expresidente Plutarco Elías Calles, su sucesor el presidente Manuel Ávila Camacho decidió que sería la Secretaría de la Defensa Nacional la que organizaría el funeral. Eso marcó a todos los funerales que siguieron hasta 2012. Sin embargo, la ceremonia siempre tuvo cambios debido a diversas circunstancias. Considero que la más importante radica en que el Estado mexicano siempre ha tenido una orientación civilista. Desde 1946 los comandantes supremos de las Fuerzas Armadas han sido civiles.
Formalmente no hay un ritual para el funeral de un expresidente de la República. Hay rituales para los presidentes en funciones y para los altos mandos del ejército. Al no existir este ritual hubo que construirlo tomando elementos de los dos anteriores y añadiéndole aspectos civiles. Eso también estuvo determinado por las circunstancias de cada fallecido y fueron creando con el paso de los años un ritual que es producto tanto de la necesidad como de las costumbres de cada tiempo.
Básicamente estas exequias tenían tres etapas: el velorio, el cortejo fúnebre y propiamente el funeral. La característica más importante del velorio radica en que el presidente de la Republica en turno debía acudir al sitio donde se realizara para hacer una guardia de honor. Normalmente era en el domicilio del difunto, pero en algunas ocasiones se realizó en funerarias. Ése era el primer gesto de homenaje y respeto que un gobierno presentaba ante un expresidente fallecido. Esas guardias no tenían una duración específica; normalmente era un acto de pocos minutos, pero hubo una ocasión en la que un presidente decidió pasar toda la noche velando a un antiguo primer mandatario.
La segunda etapa es el cortejo fúnebre. Una enorme procesión que lleva al fallecido al sitio de su sepultura. En los primeros años el cortejo tuvo un carácter marcadamente militar: batallones, compañías, carros ligeros, entorchados, banderas y bandas de guerra abrían el paso a la carroza funeraria y a los dolientes que acompañaban al expresidente a su última morada.
La última etapa es propiamente el funeral. El fallecido era enterrado o su ataúd se introducía en una cripta. Hubo expresidentes a los que años más tarde se les exhumó para depositar sus restos en otro lugar y sólo hay un caso (el más reciente, de Miguel de la Madrid) en el que el exmandatario fue incinerado.
Desde 1945 los expresidentes fallecidos yacen en distintos cementerios: algunos están en el Panteón Civil de Dolores, otros en los panteones franceses de San Joaquín y La Piedad, en el Panteón Jardín, en el Panteón Militar ubicado a la salida a Cuernavaca, en el Panteón Español, en la Basílica de Guadalupe, en la Iglesia de Santo Tomás Moro en Coyoacán, y en un cementerio municipal en Ensenada, Baja California. En tres casos se han creado o acondicionado recintos laicos para recibir los restos: el mausoleo de Adolfo López Mateos en Atizapán de Zaragoza y las tumbas del Monumento a la Revolución para Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas. Los sitios donde están los restos de los expresidentes fueron elegidos tomando en cuenta tanto las decisiones de los familiares como las necesidades de los gobiernos de la República que deseaban darles un realce a los fallecidos.
En el funeral normalmente se cumplía una serie de ceremonias: la interpretación del himno nacional y de la marcha de honor para rendirle homenaje al presidente de la República que también estaba presente; el toque de silencio para el expresidente fallecido, la bandera nacional colocada sobre el féretro para que después fuera plegada con todo cuidado y se les entregara a los familiares; los discursos fúnebres, que normalmente eran dos y corrían a cargo de un funcionario del gobierno en turno y el otro de alguien que hubiera trabajado con el fallecido, y en algunos casos el disparo de 21 salvas en honor del difunto. Hubo también ocasiones en las que este “ritual funerario ex-presidencial” se realizó junto con rituales religiosos o espirituales. En varios casos hubo sacerdotes católicos presentes; en una ocasión se llevó a cabo un ritual masónico; pero el Estado mexicano (por lo menos desde las fechas que comprende este libro) se preciaba de su carácter laico, por lo que esas ceremonias se realizaban sólo con la presencia de la familia del difunto.
Este modelo de ritual funerario ex-presidencial fue consolidándose con el paso de las décadas, pero no en todos los casos se cumplió. En cuatro ocasiones el presidente de la República en turno no acudió al velorio de un expresidente, tres por compromisos de agenda y uno para marcar claramente el rechazo de un gobierno a uno de sus antecesores, lo que rompió la necesaria continuidad histórica que mencioné antes. El cortejo fúnebre que tenía un fuerte componente militar se fue convirtiendo con el paso de los años en una pequeña procesión formada por los amigos y familiares del difunto, y uno de los funerales (quizá el más triste en esta historia) no contó con la presencia del presidente ni de los expresidentes, no hubo discursos ni toque de silencio y el himno nacional tuvo que ser interpretado por los desconcertados asistentes.
Con el paso de los años surgió una nueva etapa en este modelo: el “homenaje de cuerpo presente”, que consistía en que el fallecido era llevado a un recinto para hacerle más guardias de honor o pronunciar discursos en su memoria. El recinto elegido debía tener alguna relación con la vida política del fallecido y era una manera de vincularlo con la organización que le rendía homenaje. El primer “homenaje de cuerpo presente” fue para Adolfo López Mateos en 1969, al cual llevaron al Senado de la República y luego al auditorio de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje para recordar que antes de ser presidente fue secretario del Trabajo. El segundo caso fue Lázaro Cárdenas, quien antes de recibir un enorme homenaje en el Monumento a la Revolución fue llevado primero a la Cámara de Diputados y después a la Confederación Nacional Campesina, para enfatizar el apoyo que dio a ese sector durante su gobierno. Los siguientes casos fueron los de Adolfo Ruiz Cortines (también a la Cámara de Diputados), Gustavo Díaz Ordaz y Miguel Alemán (los dos en el Senado de la República). Si bien el funeral de Lázaro Cárdenas es hasta la fecha el más grande que se ha realizado (porque duró varios días y por el lugar en que fue inhumado), el homenaje luctuoso a Miguel de la Madrid tuvo dos elementos que no existieron en los casos anteriores: la ceremonia se realizó en el Palacio Nacional (algo que no se había hecho desde la muerte de Álvaro Obregón en 1928) y el discurso principal corrió a cargo del presidente de la República Felipe Calderón. Ningún otro expresidente tuvo un homenaje de esa talla, lo que demuestra la importancia de las circunstancias políticas en el momento en que fallece un ex-primer mandatario.
Entre 1945 y 2012 (los años en que murieron Plutarco Elías Calles y Miguel de la Madrid) ocho expresidentes fallecieron en sus casas y los cinco restantes en hospitales. Once de los muertos fueron velados en sus mansiones y sólo dos en funerarias. Sólo un expresidente murió en el extranjero. El más joven en morir fue Manuel Ávila Camacho con 58 años y el más anciano fue Emilio Portes Gil con 88. La mayoría murió por infartos provocados por diversas causas: males del hígado, enfermedades pulmonares, diabetes y afecciones del corazón. Sólo uno tuvo una larga agonía que duró meses y que provocó una enorme tristeza en el país: Adolfo López Mateos.
Además de la presencia del presidente de la República se esperaba que a estos funerales acudieran los expresidentes como una forma de reconocer a alguien que desempeñó el mismo cargo y seguramente tuvo que enfrentarse a presiones y problemas parecidos. Sin embargo, en ninguno de estos funerales estuvieron presentes todos los expresidentes. Sólo en las exequias a Manuel Ávila Camacho asistieron cuatro exmandatarios; lo normal era que asistieran tres o sólo uno. Al no estar obligados a hacerlo seguramente acudían a los funerales de aquellos por los que sentían afecto o una obligación moral.
México está viviendo un momento en el que otra vez tiene a un presidente fuerte con una institución presidencial débil. Andrés Manuel López Obrador se considera a sí mismo como un gobernante que conoce a fondo la historia de México y entiende su importancia política. Sin embargo, también ha tenido enfrentamientos con los expresidentes vivos, a los que normalmente echa la culpa de los problemas que ahora vive el país. ¿Sería posible que, en caso de que un expresidente fallezca durante este sexenio, el gobierno de López Obrador le organice un funeral de Estado? ¿O consideraría que ningún exmandatario merece un homenaje de ese tipo, así como les retiró las pensiones? ¿Habrá tomado en cuenta López Obrador que en algún momento un futuro expresidente debería brindarle exequias oficiales por haber sido el jefe del Estado mexicano?
Es imposible por ahora responder estas preguntas. Sólo cuando muera un expresidente (en el sexenio actual o en el futuro) sabremos si esa persona recibirá un homenaje por parte del Estado al que en algún instante gobernó, si su muerte será usada o no para legitimar a los que en ese momento dirijan los destinos de nuestro país y de qué manera será analizado su legado histórico. Tarde o temprano lo sabremos.
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