"Si todavía nos acobijamos por la patria..."
Serían las once de la noche, cuando a la muy dudosa claridad que nos rodeaba, percibí en la tropa cierta inquietud, cierta separación de grupos, pero distantes, a la vista de los centinelas que sobresalían derechos e inmóviles como los pilares. Con extraordinaria precaución, embarrancándome en las cercas y con menos ruido que el rodar de una pluma por los suelos, penetré hasta la recámara del señor Juárez y le dí parte de lo que observaba.
El señor Juárez, vistiéndose y echándose sobre los hombros un capotillo con abertura para los brazos, y segunda capilla muy larga, me dijo -Ve, acércate y dame cuentas de lo que ocurra, sin despertar a nadie.
Me dirigí, entonces, al más numeroso de los grupos, después de contestar al quién viva, y ví a los soldados rastreando por el suelo con un afán desusado.
-¿Qué es eso, muchachos, qué buscan?
-Miren -dijo un soldado-, aquí está el Güero -y los soldados me rodearon.
-¡Oiga! -me dijo uno de ellos -, ¿pues qué no sabe ni el día en que viva?
-Pues ¿qué sucede?
-Que esta noche es el grito, señor, ¿qué nada le dice su corazón?
-Cierto, hijo, 15 de septiembre -exclamé avergonzado de mi olvido.
-Noche divina, Güero, la noche del Tata Cura; pero ya lo ve; por más que buscamos y rebuscamos, no hallamos ni una hebra de ramitas para una mala luminaria-
-Vamos a buscar- y los soldados renovaron sus diligencias.
-Bravo dolor...eso de dejar de celebrar el grito...
-Si todavía nos acobijamos por la patria.
Tienen razón... Y el sentimiento que animaba a aquellos soldados era tan enérgico y tan tierno que había conmovido a las piedras.
Ya comenzaban a arder con basuras, astillas y palos viejos, unas cuantas luminarias que soplaban algunos soldados en el suelo, enrojeciendo las llamas ojos y carrillos. Yo corrí a ver a Juárez, quien se impresionó profundamente, diciéndome: -Coge todo el dinero que tenemos (ese todo cabía en el bolsillo de su chaleco), y dáselos para que celebren su grito los muchachos. Porque Juárez, que tenía algo de marmóreo en su fisonomía, que era como glacial en los grandes conflictos, sentía profundamente, se apasionaba en lo más recóndito de sus entrañas, mejor dicho, era pasión sin estrépito, era como el sello de su conciencia y el que lo conocía a fondo podía distinguir algo de rudo y agreste en ciertos momentos, iluminado por una suprema bondad.
Autorizado por Juárez corrí a ver a mis hijos, a Negrete y a Manuel G. y a Francisco Yépez; grité, alboroté y a poco cien luminarias ardían resplandecientes en el patio y los muchachos saltaban sobre las llamas, gritando vivas a la Independencia.
Negrete, con unos cuantos, puso cortinas en nuestros cuartos y multiplicó las luces; corrió luego y exhumó del fondo de su baúl un sarape lindísimo que tenía la forma y los colores de la bandera nacional, lo enarboló en un morillo, y nuestras familias y nuestros hijos formaron el víctor y el paseo cívico más original y más grandioso que pueda imaginarse. Y he dicho grandioso porque las circunstancias, la fe en la causa y el ejemplo del soldado que ostentaba su culto grandioso de la patria, hacían de aquella solemnidad un acontecimiento sublime y lleno de ternura para nuestros corazones.
Alguien, y no sé de dónde, proporcionó al concurso una tambora gigantesca que atronaba en el espacio, y un violín alharaquiento y tumultuoso que remedaba el alboroto en su desenfreno y la epilepsia en sus más desordenadas peripecias.
Juárez, por su parte, había reforzado una entelerida mesilla, fingiendo, con inspiración alrevesada de tapicero, una tribuna.
Rostros alegres, almas abiertas, muchachos preguntones, perros saltadores, empleados, mujeres, respirando júbilo, trémulos de emoción, se agolparon a la tribuna.
Juárez, entre Iglesias y Lerdo, salieron a la ventana central en medio del frenesí, del contento y las tempestades de vivas y aplausos, acompañadas de la tambora y del violín que hacían trizas todas las armonías imaginables.
Cuando menos los pensaba, me sentí arrebatado como por un torbellino, levantado en alto y colocado sobre la mesilla a guisa de un santo en andas; mientras unos me decían: ¡habla!, otros a mi alrededor gritaban: ¡Silencio!, ahora va a hablar el Güero, va a hablar el tío Guillermo.
Las circunstancias, el lugar, aquellas fisonomías tostadas por el sol, y en que reverberaba la llama sobre el borde negro de un volcán en erupción, aquellas tapias, aquellas mujeres, aquellas montañas cercanas que imponían silencio a la entrada del desierto, todo el conjunto me impresionaba, de modo que dejé hablar a mi alma como si algo extraño me poseyese y yo fuera el espectador y el auditorio de mi persona y mi palabra.
-La patria- decía- es sentirnos dueños de nuestro cielo y de nuestros campos, de nuestras montañas y nuestros lagos, es nuestra asimilación con el aire y con los luceros, ya nuestros; es que la tierra nos duela como carne y que el sol nos alumbre como si trajera en sus rayos nuestros nombres y el de nuestros padres; decir patria es decir amor y sentir el beso de nuestros hijos, la luz del alma de la mujer que dice "te amo..."
Y esa madre sufre y nos llama para que la libertemos de la infamia y de los ultrajes de extranjeros y traidores.
La gente se agolpaba a la mesa que flotaba como barca en recia borrasca, salían gemidos roncos de los labios y se enjugaban copiosas lágrimas de los ojos. Los soldados ¡oh! los soldados estaban sublimes. se les veía el orgullo de ser los vengadores de esa patria adorada, en sus exclamaciones vibraba la esperanza, los gritos...presagiaban victoria.
El discurso se interrumpía, era diálogo, era alarido, era la expresión de lo que mi alma sentía y reflejaba, y como lluvia de estrellas creía ver que caían de mis labios las palabras al hablar de Hidalgo y de la Independencia.
No sé cómo concluí, descendí en los brazos de Juárez, de Iglesias y de Lerdo, que me llenó de elogios.
Aturdía la tambora, varios concurrentes dispararon sus armas, el violín se hacía rajas, los chicos hacían machincuepas, y el júbilo tenía algo de imponente y de sublime en su conjunto, y por nuestra situación que no es fácil que ahora la transmita el recuerdo.
Rendidos de gozar y de sentir, se fueron alejando los concurrentes...Un grupo de soldados se apoderó del violinista y a guisa de serenata fue al frente de los balcones de Juárez a cantar "Los cangrejos", "Los monos verdes" y "La paloma"; a esta última canción le pusieron los trovadores bélicos unos versos que cantaban con tal cariño y con tal ternura, que no pudimos contener las lágrimas cuando lo escuchamos; y a mí me conmovieron más que ninguno de los poetas que admiro. Decían así:
"Si a tu ventana llega un papelito,
ábrelo con cuidado, que es de Benito;
mira que te procura felicidá,
mira que lo acompaña la libertá".
Guillermo Prieto, "El Grito" de Diario del Hogar, 1869.
El señor Juárez, vistiéndose y echándose sobre los hombros un capotillo con abertura para los brazos, y segunda capilla muy larga, me dijo -Ve, acércate y dame cuentas de lo que ocurra, sin despertar a nadie.
Me dirigí, entonces, al más numeroso de los grupos, después de contestar al quién viva, y ví a los soldados rastreando por el suelo con un afán desusado.
-¿Qué es eso, muchachos, qué buscan?
-Miren -dijo un soldado-, aquí está el Güero -y los soldados me rodearon.
-¡Oiga! -me dijo uno de ellos -, ¿pues qué no sabe ni el día en que viva?
-Pues ¿qué sucede?
-Que esta noche es el grito, señor, ¿qué nada le dice su corazón?
-Cierto, hijo, 15 de septiembre -exclamé avergonzado de mi olvido.
-Noche divina, Güero, la noche del Tata Cura; pero ya lo ve; por más que buscamos y rebuscamos, no hallamos ni una hebra de ramitas para una mala luminaria-
-Vamos a buscar- y los soldados renovaron sus diligencias.
-Bravo dolor...eso de dejar de celebrar el grito...
-Si todavía nos acobijamos por la patria.
Tienen razón... Y el sentimiento que animaba a aquellos soldados era tan enérgico y tan tierno que había conmovido a las piedras.
Ya comenzaban a arder con basuras, astillas y palos viejos, unas cuantas luminarias que soplaban algunos soldados en el suelo, enrojeciendo las llamas ojos y carrillos. Yo corrí a ver a Juárez, quien se impresionó profundamente, diciéndome: -Coge todo el dinero que tenemos (ese todo cabía en el bolsillo de su chaleco), y dáselos para que celebren su grito los muchachos. Porque Juárez, que tenía algo de marmóreo en su fisonomía, que era como glacial en los grandes conflictos, sentía profundamente, se apasionaba en lo más recóndito de sus entrañas, mejor dicho, era pasión sin estrépito, era como el sello de su conciencia y el que lo conocía a fondo podía distinguir algo de rudo y agreste en ciertos momentos, iluminado por una suprema bondad.
Autorizado por Juárez corrí a ver a mis hijos, a Negrete y a Manuel G. y a Francisco Yépez; grité, alboroté y a poco cien luminarias ardían resplandecientes en el patio y los muchachos saltaban sobre las llamas, gritando vivas a la Independencia.
Negrete, con unos cuantos, puso cortinas en nuestros cuartos y multiplicó las luces; corrió luego y exhumó del fondo de su baúl un sarape lindísimo que tenía la forma y los colores de la bandera nacional, lo enarboló en un morillo, y nuestras familias y nuestros hijos formaron el víctor y el paseo cívico más original y más grandioso que pueda imaginarse. Y he dicho grandioso porque las circunstancias, la fe en la causa y el ejemplo del soldado que ostentaba su culto grandioso de la patria, hacían de aquella solemnidad un acontecimiento sublime y lleno de ternura para nuestros corazones.
Alguien, y no sé de dónde, proporcionó al concurso una tambora gigantesca que atronaba en el espacio, y un violín alharaquiento y tumultuoso que remedaba el alboroto en su desenfreno y la epilepsia en sus más desordenadas peripecias.
Juárez, por su parte, había reforzado una entelerida mesilla, fingiendo, con inspiración alrevesada de tapicero, una tribuna.
Rostros alegres, almas abiertas, muchachos preguntones, perros saltadores, empleados, mujeres, respirando júbilo, trémulos de emoción, se agolparon a la tribuna.
Juárez, entre Iglesias y Lerdo, salieron a la ventana central en medio del frenesí, del contento y las tempestades de vivas y aplausos, acompañadas de la tambora y del violín que hacían trizas todas las armonías imaginables.
Cuando menos los pensaba, me sentí arrebatado como por un torbellino, levantado en alto y colocado sobre la mesilla a guisa de un santo en andas; mientras unos me decían: ¡habla!, otros a mi alrededor gritaban: ¡Silencio!, ahora va a hablar el Güero, va a hablar el tío Guillermo.
Las circunstancias, el lugar, aquellas fisonomías tostadas por el sol, y en que reverberaba la llama sobre el borde negro de un volcán en erupción, aquellas tapias, aquellas mujeres, aquellas montañas cercanas que imponían silencio a la entrada del desierto, todo el conjunto me impresionaba, de modo que dejé hablar a mi alma como si algo extraño me poseyese y yo fuera el espectador y el auditorio de mi persona y mi palabra.
-La patria- decía- es sentirnos dueños de nuestro cielo y de nuestros campos, de nuestras montañas y nuestros lagos, es nuestra asimilación con el aire y con los luceros, ya nuestros; es que la tierra nos duela como carne y que el sol nos alumbre como si trajera en sus rayos nuestros nombres y el de nuestros padres; decir patria es decir amor y sentir el beso de nuestros hijos, la luz del alma de la mujer que dice "te amo..."
Y esa madre sufre y nos llama para que la libertemos de la infamia y de los ultrajes de extranjeros y traidores.
La gente se agolpaba a la mesa que flotaba como barca en recia borrasca, salían gemidos roncos de los labios y se enjugaban copiosas lágrimas de los ojos. Los soldados ¡oh! los soldados estaban sublimes. se les veía el orgullo de ser los vengadores de esa patria adorada, en sus exclamaciones vibraba la esperanza, los gritos...presagiaban victoria.
El discurso se interrumpía, era diálogo, era alarido, era la expresión de lo que mi alma sentía y reflejaba, y como lluvia de estrellas creía ver que caían de mis labios las palabras al hablar de Hidalgo y de la Independencia.
No sé cómo concluí, descendí en los brazos de Juárez, de Iglesias y de Lerdo, que me llenó de elogios.
Aturdía la tambora, varios concurrentes dispararon sus armas, el violín se hacía rajas, los chicos hacían machincuepas, y el júbilo tenía algo de imponente y de sublime en su conjunto, y por nuestra situación que no es fácil que ahora la transmita el recuerdo.
Rendidos de gozar y de sentir, se fueron alejando los concurrentes...Un grupo de soldados se apoderó del violinista y a guisa de serenata fue al frente de los balcones de Juárez a cantar "Los cangrejos", "Los monos verdes" y "La paloma"; a esta última canción le pusieron los trovadores bélicos unos versos que cantaban con tal cariño y con tal ternura, que no pudimos contener las lágrimas cuando lo escuchamos; y a mí me conmovieron más que ninguno de los poetas que admiro. Decían así:
"Si a tu ventana llega un papelito,
ábrelo con cuidado, que es de Benito;
mira que te procura felicidá,
mira que lo acompaña la libertá".
Guillermo Prieto, "El Grito" de Diario del Hogar, 1869.
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