EM (IX) Miguel Henríquez Guzmán, una ruptura en la Familia Revolucionaria.


Érase una vez un político mexicano que quería ser presidente. A pesar de que tenía en su contra a todo el sistema decidió que él merecía la silla presidencial, por lo que reunió a su alrededor a un amplio espectro de la sociedad mexicana que estaba descontenta por la forma en que el país era gobernado.

Recorrió todo México en una extenuante campaña presidencial y se sentía el ganador, pero el sistema conspiró en su contra para robarle el triunfo. Sus partidarios lo consideraron el presidente legítimo y estuvieron a punto de levantarse en armas para sostener a su candidato, pero al final él decidió plegarse ante el sistema y el sueño de su presidencia desapareció.

Es lugar común pensar que la historia se repite aunque cambien los personajes y los escenarios. Yo más bien creo que ésta siempre se parece a sí misma aunque jamás de manera completa. Entre Andrés Manuel López Obrador y Miguel Henríquez Guzmán hay casi seis décadas de distancia y muchas diferencias, pero también podemos detectar algunas coincidencias entre estos dos personajes que buscaron la presidencia de la República.

Miguel Henríquez Guzmán dirigió uno de los movimientos más importantes de la segunda mitad del siglo XX en contra de eso que ahora llamamos “La Familia Revolucionaria”. A través de una alianza que involucró a militares revolucionarios, campesinos, obreros y miembros de la clase media, Guzmán logró construir un aparato político con el que buscaba transformar al país y terminar con el giro a la derecha que había tomado México desde el gobierno de Manuel Ávila Camacho.

Henríquez Guzmán nació en Coahuila a finales del siglo XIX. En 1913 ingresó al Colegio Militar con la intención de convertirse en ingeniero. Fue uno de los cadetes que acompañó al presidente Francisco I. Madero en su marcha del Castillo de Chapultepec a Palacio Nacional durante la Decena Trágica. Dejó inconclusos sus estudios militares para unirse a las tropas carrancistas, donde se distinguió como uno de los revolucionarios más importantes. Al mismo tiempo empezó una larga y estrecha amistad con Lázaro Cárdenas, lo que lo llevó años después a colaborar con él durante su gobierno.

Al llegar Manuel Ávila Camacho a la presidencia de México, el giro a la izquierda que Cárdenas fue dejado de lado. La necesidad de industrializar al país, acercarse a Estados Unidos y acabar con las rencillas entre distintos grupos políticos llevó al nuevo presidente a aplicar una política de “Unidad Nacional” en la que los planes cardenistas perdieron importancia mientras la iniciativa privada mexicana crecía cada vez más.

Al mismo tiempo, Ávila Camacho empezó un proceso de modernización estatal en el que era fundamental retirar a los militares revolucionarios de los puestos de decisión y colocar en su lugar a una nueva generación que se hubiera formado en la Universidad Nacional y no en los campos de batalla. El turno al bat llegaba para los civiles y su principal representante, el secretario de Gobernación Miguel Alemán.

No todos los militares vieron con gusto que el presidente Ávila Camacho los relegara a los cuarteles, y mucho menos que conquistas como el ejido se dejaran de lado para impulsar la industria agraria mexicana. A fines de 1945, Miguel Henríquez Guzmán y otros militares cercanos a Lázaro Cárdenas empezaron un movimiento para que Alemán no se convirtiera en el siguiente presidente, pero no tuvieron el apoyo necesario para lograrlo.

Seis años más tarde, cuando Miguel Alemán intentó reelegirse, el Henriquismo volvió para cumplir el sueño que les negó Manuel Ávila Camacho. Aprovechando el descontento popular ante las políticas agrarias y obreras del presidente Alemán, (aunado a que muchos militares pasaron a retiro para ser sustituidos por las nuevas generaciones de egresados del Colegio Militar y la Escuela Superior de Guerra), Henríquez Guzmán y sus partidarios formaron grupos antialemanistas en casi todo el país.

Con un programa cercano al Cardenismo, Henríquez Guzmán y sus aliados crearon una sólida estructura, la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (FPPM), que llegó a tener representantes en casi toda la república, a pesar de los intentos del gobierno alemanista para detener su crecimiento.

Acorralado por otros grupos al interior de la familia revolucionaria que tampoco querían su reelección, Alemán escogió a Adolfo Ruiz Cortines como su sucesor. El 6 de julio de 1952 se celebraron las elecciones y Ruiz Cortines ganó con casi tres millones de votos. Sin embargo, los henriquistas no reconocieron el triunfo y convocaron a sus seguidores a hacer una gran manifestación el día siguiente en la Alameda de la Ciudad de México.

La tarde del día 7, la Alameda estaba llena con los henriquistas que esperaban la aparición de su líder, a pesar de las advertencias de la policía para que no se efectuara el mitin. Soldados y policías rodearon la Alameda, un balazo a un oficial comenzó la represión que se extendió por Avenida Juárez, Hidalgo, Reforma y Bucareli. Cientos de policías golpearon a la multitud y el gas lacrimógeno inundó el centro de la ciudad. Los henriquistas corrieron hacia el Zócalo y lograron entrar a la Catedral Metropolitana, desde donde disparaban a los soldados en un intento por adueñarse de Palacio Nacional.

Hasta la madrugada del día 8, los disparos no cesaron en el centro de la ciudad de México. A la mañana siguiente toda la ciudad estaba acuartelada, así como otras del país. Los henriquistas empezaron a planear un levantamiento armado que impidiera que Adolfo Ruiz Cortines llegara al poder y los servicios de seguridad del Estado se pusieron en alerta máxima.

Sin embargo, su líder no pensaba como ellos. A pesar de que los henriquistas estaban convencidos de que la única forma de transformar al país era con una revolución, Miguel Henríquez Guzmán decidió que no era conveniente provocar un nuevo baño de sangre en México. Luego de reunirse con el presidente Adolfo Ruiz Cortines, se comunicó con sus partidarios y les dijo que no estaba dispuesto a seguir con la lucha.

El 24 de febrero de 1954, la secretaría de Gobernación canceló el registro de la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano. Terminaba así un movimiento que puso en jaque al sistema político mexicano y cuyas exigencias fueron después retomadas por otros grupos, como los ferrocarrileros de finales de los años 50 y los médicos de 1965.

A pesar de la apariencia “imperturbable” del sistema político mexicano, en su interior hubo muchas rencillas entre 1929 (el año de la fundación del PNR) y por lo menos el 2000, con la pérdida de la presidencia. La “Familia Revolucionaria” no siempre pudo resolver sus problemas de una manera consensuada, por lo que las viejas herramientas de la represión siempre estuvieron a mano para encargarse de aquellos que, adentro o afuera del sistema, quisieran transformarlo a su conveniencia.

El fantasma del “México bronco” siempre estuvo presente en el esplendor del sistema político mexicano posrevolucionario. Cuando los problemas y la insatisfacción crecía, para los políticos era sencillo invocarlo para atemorizar a la sociedad y de ese modo mantenerla controlada. En los años 50 el “México bronco” estuvo a punto de volverse realidad.

Ruiz Cortines satisfizo algunas de las demandas henriquistas para impedir que la violencia se desatara y con eso obtuvo más décadas de vida para el presidencialismo. Al paso de los años los problemas volvieron y cada vez fue más difícil contenerlos, pero en los años 50, la Familia Revolucionaria logró acabar con uno de sus más grandes adversarios, uno como ellos, que había surgido de las luchas contra Huerta, Villa y Zapata y que ahora les demostraba que el diálogo no siempre era suficiente para solucionar el difícil y arduo problema de repartirse el poder.


Elisa Servín. Ruptura y oposición. El movimiento henriquista, 1945-1954, Cal y Arena.

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